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PAPA FRANCISCO. HOMILIA MISA SAN
PABLO EXTRAMUROS
anunciar
dar testimono
adorar
Celebración Eucarística - Homilía del Santo Padre
Francisco (Basílica de
San Pablo Extramuros, III
Domingo de Pascua, 14 de abril de 2013)
"Queridos Hermanos y Hermanas:
Me alegra celebrar la Eucaristía con
ustedes en esta Basílica. Saludo al Arcipreste, el Cardenal James Harvey, y le
agradezco las palabras que me ha dirigido; junto a él, saludo y doy las gracias
a las diversas instituciones que forman parte de esta Basílica, y a todos
vosotros.
Estamos sobre la tumba de san Pablo, un humilde y gran Apóstol del
Señor, que lo ha anunciado con la palabra, ha dado testimonio de él con el
martirio y lo ha adorado con todo el corazón. Estos son precisamente los tres
verbos sobre los que quisiera reflexionar a la luz de la Palabra de Dios que
hemos escuchado: anunciar, dar testimonio, adorar.
1. En la Primera Lectura llama la atención la fuerza de Pedro y los demás
Apóstoles. Al mandato de permanecer en silencio, de no seguir enseñando en el
nombre de Jesús, de no anunciar más su mensaje, ellos responden claramente:
«Hay que obedecer a Dios antes que a los hombres». Y no los detiene ni siquiera
el ser azotados, ultrajados y encarcelados. Pedro y los Apóstoles anuncian con
audacia, con parresia, aquello que han recibido, el Evangelio de Jesús.Y
nosotros, ¿somos capaces de llevar la Palabra de Dios a nuestros ambientes de
vida? ¿Sabemos hablar de Cristo, de lo que representa para nosotros, en
familia, con los que forman parte de nuestra vida cotidiana? La fe nace de la
escucha, y se refuerza con el anuncio.
2. Pero demos un paso más: el anuncio de Pedro y de los Apóstoles no
consiste sólo en palabras, sino que la fidelidad a Cristo entra en su vida, que
queda transformada, recibe una nueva dirección, y es precisamente con su vida
con la que dan testimonio de la fe y del anuncio de Cristo.
En el Evangelio,
Jesús pide a Pedro por tres veces que apaciente su grey, y que la apaciente con
su amor, y le anuncia: «Cuando seas viejo, extenderás las manos, otro te ceñirá
y te llevará adonde no quieras» (Jn 21,18). Esta es una palabra dirigida a
nosotros, los Pastores: no se puede apacentar el rebaño de Dios si no se acepta
ser llevados por la voluntad de Dios incluso donde no queremos, si no hay
disponibilidad para dar testimonio de Cristo con la entrega de nosotros mismos,
sin reservas, sin cálculos, a veces a costa incluso de nuestra vida. Pero esto
vale para todos: el Evangelio ha de ser anunciado y testimoniado. Cada uno
debería preguntarse: ¿Cómo doy yo testimonio de Cristo con mi fe? ¿Tengo el
valor de Pedro y los otros Apóstoles de pensar, decidir y vivir como cristiano,
obedeciendo a Dios? Es verdad que el testimonio de la fe tiene muchas formas,
como en un gran mural hay variedad de colores y de matices; pero todos son
importantes, incluso los que no destacan.
En el gran designio de Dios, cada
detalle es importante, también el pequeño y humilde testimonio tuyo y mío,
también ese escondido de quien vive con sencillez su fe en lo cotidiano de las
relaciones de familia, de trabajo, de amistad. Hay santos del cada día, los
santos «ocultos», una especie de «clase media de la santidad», como decía un
escritor francés, esa «clase media de la santidad» de la que todos podemos
formar parte.
Pero en diversas partes del mundo hay también quien sufre, como
Pedro y los Apóstoles, a causa del Evangelio; hay quien entrega la propia vida
por permanecer fiel a Cristo, con un testimonio marcado con el precio de su
sangre. Recordémoslo bien todos: no se puede anunciar el Evangelio de Jesús sin
el testimonio concreto de la vida.
Quien nos escucha y nos ve, debe poder leer
en nuestros actos eso mismo que oye en nuestros labios, y dar gloria a Dios. Me
viene ahora a la memoria un consejo que San Francisco de Asís daba a sus
hermanos: predicad el Evangelio y, si fuese necesario, también con las
palabras. Predicar con la vida: el testimonio. La incoherencia de los fieles y
los Pastores entre lo que dicen y lo que hacen, entre la palabra y el modo de
vivir, mina la credibilidad de la Iglesia.
3. Pero todo esto solamente es posible si reconocemos a Jesucristo,
porque es él quien nos ha llamado, nos ha invitado a recorrer su camino, nos ha
elegido. Anunciar y dar testimonio es posible únicamente si estamos junto a él,
justamente como Pedro, Juan y los otros discípulos estaban en torno a Jesús
resucitado, como dice el pasaje del Evangelio de hoy; hay una cercanía
cotidiana con él, y ellos saben muy bien quién es, lo conocen.
El Evangelista subraya
que «ninguno de los discípulos se atrevía a preguntarle quién era, porque
sabían bien que era el Señor» (Jn 21,12). Y esto es un punto importante para
nosotros: vivir una relación intensa con Jesús, una intimidad de diálogo y de
vida, de tal manera que lo reconozcamos como «el Señor». ¡Adorarlo! El pasaje
del Apocalipsis que hemos escuchado nos habla de la adoración: miríadas de
ángeles, todas las creaturas, los vivientes, los ancianos, se postran en
adoración ante el Trono de Dios y el Cordero inmolado, que es Cristo, a quien
se debe alabanza, honor y gloria (cf. Ap 5,11-14).
Quisiera que nos hiciéramos
todos una pregunta: Tú, yo, ¿adoramos al Señor? ¿Acudimos a Dios sólo para
pedir, para agradecer, o nos dirigimos a él también para adorarlo? Pero, entonces,
¿qué quiere decir adorar a Dios? Significa aprender a estar con él, a pararse a
dialogar con él, sintiendo que su presencia es la más verdadera, la más buena,
la más importante de todas.
Cada uno de nosotros, en la propia vida, de manera
consciente y tal vez a veces sin darse cuenta, tiene un orden muy preciso de
las cosas consideradas más o menos importantes. Adorar al Señor quiere decir
darle a él el lugar que le corresponde; adorar al Señor quiere decir afirmar,
creer – pero no simplemente de palabra – que únicamente él guía verdaderamente
nuestra vida; adorar al Señor quiere decir que estamos convencidos ante él de
que es el único Dios, el Dios de nuestra vida, el Dios de nuestra historia.
Esto tiene una consecuencia en nuestra vida: despojarnos de tantos
ídolos, pequeños o grandes, que tenemos, y en los cuales nos refugiamos, en los
cuales buscamos y tantas veces ponemos nuestra seguridad. Son ídolos que a
menudo mantenemos bien escondidos; pueden ser la ambición, el carrerismo, el
gusto del éxito, el poner en el centro a uno mismo, la tendencia a estar por
encima de los otros, la pretensión de ser los únicos amos de nuestra vida,
algún pecado al que estamos apegados, y muchos otros. Esta tarde quisiera que
resonase una pregunta en el corazón de cada uno, y que respondiéramos a ella
con sinceridad: ¿He pensado en qué ídolo oculto tengo en mi vida que me impide
adorar al Señor?
Adorar es despojarse de nuestros ídolos, también de esos más
recónditos, y escoger al Señor como centro, como vía maestra de nuestra vida.
Queridos hermanos y hermanas, el Señor nos llama cada día a seguirlo con
valentía y fidelidad; nos ha concedido el gran don de elegirnos como discípulos
suyos; nos invita a proclamarlo con gozo como el Resucitado, pero nos pide que
lo hagamos con la palabra y el testimonio de nuestra vida en lo cotidiano.
El
Señor es el único, el único Dios de nuestra vida, y nos invita a despojarnos de
tantos ídolos y a adorarle sólo a él. Anunciar, dar testimonio, adorar. Que la
Santísima Virgen María y el Apóstol Pablo nos ayuden en este camino, e
intercedan por nosotros.
Así sea."
Papa Francisco: La incoherencia mina la credibilidad de la Iglesia
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JMP+
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